domingo, 1 de marzo de 2009

"Llamémosla A" (Mi primer relato)

La angustia y la desesperación la habían arrastrado hasta aquel lugar de la costa. Desde hacía tiempo sentía que el pecho la oprimía y padecía frecuentes ataques de ansiedad. Estaba sola. Sus padres y sus hermanos no la habían comprendido nunca, siempre la habían considerado como una niña mayor, caprichosa e inmadura, en quien no se podía delegar nada importante.

Así había ido creciendo, bajo ese paraguas protector de la familia que no hizo más que asfixiarla y anular su personalidad. Ahora, con 39 años, el mundo se le venía encima. Su actividad profesional, sus amistades, los hombres que habían pasado por su vida, todo resultó un completo fracaso. Le había faltado la suficiente fuerza de voluntad, para romper con todo ese pasado y marcharse a vivir a otro lugar, lejos de la familia, independizarse y emprender una nueva vida trabajando en lo que fuera, ya saldría algo adecuado para ella.

Pero había algo que la retenía en su ciudad, no sabía qué, pero era más fuerte que su voluntad. Estaba convencida que acabaría sus días allí, necesitaba que le echaran una mano de vez en cuando, y haría el papel de la tía solterona a la que se recurre en determinadas ocasiones para salir de algún apuro doméstico. La llevarían con ellos de vacaciones y celebraría en su compañía las fiestas más señaladas del año. Y de vez en cuando, mientras el cuerpo mantuviera su buen aspecto actual, algunos hombres le harían tal vez soñar y gozar.

Como todo en su vida, la improvisación determinó el viaje. Solicitó en la empresa un permiso de una semana, a cuenta de las vacaciones y hechas las oportunas gestiones en la Agencia de Viajes, emprendió sin avisar a nadie su escapada a la costa. Huir, escapar, aislarse de todos unos días era lo que necesitaba. Tratar de poner en claro sus ideas, oxigenarse. Pensar en su futuro.

El largo viaje no la cansó. Estuvo como ausente. No quería pensar en las locuras cometidas, en su orgullo malsano, en su soberbia. Mirando a través de la ventanilla del tren veía desfilar rostros conocidos, situaciones grotescas, los malos ratos pasados. Noviazgos rotos, oportunidades no aprovechadas, noches en vela, su dependencia de la bebida y tantas lágrimas derramadas sin poder compartir con nadie que la comprendiera su pena y desesperación.

Recién llegada al Hotel, hizo una serie de llamadas para informar dónde se encontraba. Más relajada, se puso el bañador y bajó a la playa. A pesar del buen tiempo para esa época del año, todo estaba vacío. No se veía un alma. Pero a qué quejarse, eso era lo que había venido a buscar. Caminó durante más de dos horas sin pensar en nada ni en nadie, y cuando se encontró que no podía con su cuerpo, se sentó junto a una roca a contemplar el mar. Estaba en calma, y la monotonía del movimiento de las olas acabó por adormecerla.

Cuando se despertó, estaba poniéndose el sol y negros nubarrones, presagio de lluvia, cubrieron rápidamente el cielo. Se puso en pié, dispuesta a regresar al hotel, cuando estalló con furia la tormenta y el agua la empapó por completo. Tenía mucho miedo a los rayos y a los truenos, y en aquella playa vacía no divisaba ningún lugar dónde resguardarse de la tormenta. Se estaba asustando de verdad. Unas lágrimas empezaron a oscurecer su vista y el frío la hacía temblar.

Al doblar un recodo del paseo que discurría paralelo a la playa, divisó a lo lejos a un hombre que se acercaba corriendo hacia donde ella se encontraba intentando escapar de la lluvia. Al llegar a su altura, la miró sorprendido y con una sonrisa la invitó a acompañarlo a su caseta. Ella se dejó llevar por el pescador y al encontrarse dentro, a salvo de la tormenta, no pudo menos que agradecerle con otra sonrisa su ayuda y compañía.

El hombre, de mediana edad, encendió la pequeña estufa y le ofreció una taza de café mientras la cubría con una manta. Poco a poco, el calor y su compañía la llevó a un estado de laxitud total. Y sin intercambiar palabra alguna, el hombre la atrajo hacia él y sus cuerpos se fundieron en un abrazo. Despojados de sus ropas, se tendieron en el pequeño camastro y los besos, las caricias, los murmullos y jadeos convulsionaron la pequeña estancia. Al amanecer, saciada y agotada, se despidió de él con un beso y se encaminó hacia el hotel.

Al día siguiente, se despertó como si fuera otra. Algo fantástico había sucedido en aquella caseta. Intentó en vano recordar su rostro, su cuerpo, sus caricias, su sexo. No importaba, se sentía llena, satisfecha, con ganas de disfrutar la vida a tope. Y así como decidió llegar hasta allí, sin pensarlo dos veces, emprendió el regreso a casa con otra cara, con otra actitud. ¡Sabía amar y también la podían amar a ella!

1 comentario:

  1. joooo! se me borró el comentario!! (culpa de la maldita palabra!)

    Le decía que me ha gustado mucho, muchísimo!
    Ha transmitido muy bien el desasosiego, el cansancio, el miedo a la tormenta, la pasión...

    Vamos, me ha encantado!!!

    Eso sí, recuerdo un par de laísmos, muy propio de por allá, jeje!

    Besos

    Antes de que se vaya, pídale a Carlos lo de la palabra de verificación. Es un segundín

    ResponderEliminar