sábado, 24 de enero de 2009

Historia de dos bicicletas

De niño, buena parte de mis recuerdos se asocian con dos bicicletas, una mía, de color rojo y la otra de mi tío Jaime, de color amarillo.

La mía, de marca Orbea, era de mujer y me la regalaron los Reyes Magos. Vaya cabreo que me llevé porque no tenía barra. Me pusieron la excusa de que como era pequeño así podría subirme mejor, pero para mí que también estaba reservada para mis hermanas. Lo cierto es que siempre estuvo conmigo y bien sabe Dios los esfuerzos que tenía que hacer para subirla por las escaleras hasta un cuarto piso, ante la prohibición del portero de hacerlo en el ascensor.

La otra, la amarilla, tenía una procedencia más curiosa, sustituyó al flamante coche americano que se había traído mi tío de Tánger al ser destinado como Catedrático de Ciencias Naturales al Instituto Femenino de León y que le requisaron las tropas nacionales al comienzo de nuestra guerra incivil y del cual nunca mas se supo.

La roja, la mía, la utilicé básicamente para desplazarme a la finca de mis primas, a la piscina de la Venatoria y para adentrarme por La Candamia. También la utilicé para ir a cobrar los recibos de los abonados del negocio de mi padre a cambio de pequeños estipendios en las vacaciones. No era una bici para presumir de macho, ni para hacer competiciones de ningún tipo. Cumplió su función hasta que cansado de ella pasó a manos de mis hermanos que acabaron destrozándola en un santiamén.

Con la bicicleta amarilla mi tío me llevó de excursión mucho más lejos y aún hoy pienso como pudo hacerlo sin habernos hostiado nunca. Me explico, me enrollaba una toalla en la barra y la ataba con unas cuerdas para asegurar el incómodo asiento donde iban alojadas mis posaderas. A continuación mi tío se colocaba en la espalda una pesada mochila con las viandas y las herramientas de naturalista, se ponía unas pinzas metálicas en los pantalones y a pedalear. Y joer como pedaleaba, en llano, en cuesta, subiendo, bajando. Oyes tú, una pasada.

Unas veces íbamos a la Ermita del Buen Suceso, por la carretera de Caboalles, en aquellas fechas cubierta por la sombra de grandes árboles. Otras, el destino era la Robla, por la carretera de Asturias y previa parada para llenar la cantimplora en La Copona. Y algunas otras acabábamos en las Hoces de Vegacervera. Salíamos pronto, parábamos con frecuencia por el camino y a la hora de comer dábamos buena cuenta de la tortilla de patatas, los filetes empanados, latas de sardinas, etc., todo ello acompañado de pan en abundancia y regado con vino o cerveza mezclados con gaseosa, y sin que faltara la fruta.

Con el estómago lleno, se podía aguantar mejor al brasa de mi tío en plan Catedrático impartiendo las correspondientes lecciones de ciencias naturales. Me daba un repaso de la flora, fauna y geología del lugar y me llovían algunas hostias si fallaba en las respuestas. Para terminar, procedíamos a recoger todo lo que pillábamos y que podía ser útil para sus clases en el Instituto: fósiles, hojas, flores, insectos, minerales, rocas, mariposas, batracios...

Antes de iniciar el regreso a casa y a fin de reponer fuerzas nos ventilábamos para merendar los restos de la comida. Así quedaba sitio en la mochila para todo el material didáctico que habíamos recogido. Al llegar a casa, mi tío estaba descojonado aunque feliz, y yo me sentía como si me hubieran dado una paliza y lo que era peor temiendo cuándo sería la próxima salida al campo. Y es que era un pringao, no podía negarme.

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