jueves, 22 de enero de 2009

Los grillos y la ensaimada

Aún hoy, cuando veo una caja redonda de ensaimada mallorquina, me vienen al recuerdo los grillos, esos insectos ortópteros por lo general de color marrón oscuro a negro, con hábitos nocturnos, cuyo famoso canto sólo lo emiten los machos frotando sus alas que han perdido su función de vuelo.

Por aquellas fechas estudiaba veterinaria en León un mallorquín conocido de mi familia de Palma de Mallorca, que aprovechaba los regresos de las vacaciones de Navidad y de Verano para traernos el presente de la sempiterna ensaimada por encargo de los tíos. Consumida con avidez, su correspondiente caja redonda pasaba a engrosar mis variopintas pertenencias infantiles, desempeñando diversas funciones: coso taurino, velódromo, coliseo de luchadores, campo de fútbol, teatro... y circo de grillos.

¿Cómo se me ocurrió crear un circo de grillos? Fuera por emular al domador de pulgas, por la figura de "Pepito Grillo", o asociando la caja de ensaimada, lo cierto es que me convertí en un experto domador de grillos.

Los grillos teníamos que cazarlos nosotros mismos, en los campos o en los jardines, preferentemente en los meses cálidos y al obscurecer, provistos de unas pajitas largas que introducíamos en las madrigueras guiados por su inconfundible y monótono canto. A veces, para facilitar la labor, introducíamos agua y en su defecto orinábamos encima de sus escondrijos. Una vez en la superficie los teníamos que coger con las manos, no sin cierta aprehensión, e introducirlos en sus “grilleras”.

Con mis ahorros compraba en “El Maragato” unas jaulas de madera con alambre dónde alojaba a los grillos y les proveía de su ración de lechuga fresca para mantenerlos con vida y en forma para sus cánticos. Eran mis mascotas, junto con los caracoles y los gusanos de seda. Vegetaban tranquilamente en sus jaulas hasta el momento de su actuación en la función circense.

Adosadas las jaulas a la caja de ensaimadas y por un orificio que había practicado previamente, los hacía entrar en la gran pista del circo, desfilar, subir escaleras y balancearse como funambulistas por las cuerdas. Más de un grillo pereció en el intento, pero yo me divertía mucho con ese pelín de crueldad que teníamos todos los niños. ¡Qué cabroncetes éramos y con cuanto ingenio y pocos recursos nos entreteníamos!

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